ROSENDO EL CASTIGADOR *.AUTORA: Leonora Acuņa de Marmolejo
ROSENDO EL CASTIGADOR
ROSENDO
EL CASTIGADOR *
AUTORA: Leonora Acuña de
Marmolejo
Se llamaba Rosendo
Rosales. Era un hombre terco, duro, con unas ansias obsesivas -
rayanas en la avaricia-, de
ser rico. Tenía unos ojillos de ratón, un bigote cuadrado
a lo Hitler, y una
nariz de ave de rapiña. Tenía hijos regados por todas las
villas de su entorno
residencial, razón por la cual era llamado con sorna “El
Padrón”. Rosendo no
articulaba bien el español; hablaba entrecortado,
comiéndose las letras, y semejante
a un coolí (trabajador indio o chino
empleado en una colonia). Era
ceremonioso y rotundo en todo lo que decía, como si siempre le asistiera una gran
razón.
Cuando sus hijas pequeñas
estaban en la escuela, las mandaba descalzas para economizar zapatos:
“Estos
son sólo para los domingos y días de fiesta”, les
decía sentencioso; y según relataban
ellas, también “para
economizar” -según
creía él-, les hacía tomar el suero (por cierto
muy saludable) en lugar de la
leche de las pocas vacas que tenía, para venderla a los vecinos.
En la Calle Real pagaba el alquiler de
un pequeño salón en donde colocaba
en el suelo sobre costales de cabuya, el
maiz y el café que cosechaba en su pequeña finca de
“Peoresnada”. Afincado en
estas irrisorias circunstancias, se llamaba a sí mismo:
“Un gran cafetero y
hombre de negocios”.
El hombre construyó su
pequeña casa de bahareque, y la dirigió -por supuesto, a
su gusto-. Entonces
decía con gran aire de triunfo: “Yo soy aquiteto, pue yo
mismo diijo mis
casas.”
Cuando tenía problemas de
tráfico en la ciudad de Altamira a donde vino finalmente a
residir luego de
vivir en varias aldeas cercanas, decía tercamente: “Yo no
sé po qué a las
autoridades de tánsito se les vuelve un poblema la cosa del
táfico; yo soy capaz de pararme en una
esquina y deci: ‘Este puaquí y este
puallá.’”.
En una ocasión cuando me
aprestaba a viajar a New York como residente,
fui a
visitarlo en compañía de mis hijas -quienes a la
sazón eran unas niñas de ocho
y diez años-, con el propósito de percibir una encomienda
que él le enviaría conmigo
a un amigo mío. Empezó a contarme la historia de su
unión con Lucía, la madre
de sus hijos. “Yo no soy casado con ella”, me dijo muy
ufano, (tras de convivir
con la pobre mujer por más de
veinte
años). Y continuó: “…Vivo con ella po
pesá, poque ya está muy vieja”; y narró
con pelos y señales cómo se la había sacado de su
casa materna. Contó fríamente
que la había traído a su casa en el lomo de su caballo, y
que a la madrugada
tras la primera noche de himeneo cuando
ella perdió su virginidad, la había despertado para
decirle: “Levántese mija
pue ha de acostumbrase a tabajar desde temprano; no es bueno que duema
tanto,
poque se vuelve haragana”, y contaba con cierto aire de machismo
que así la
había sacado de su primer sueño de gloria, para que
preparara el desayuno.
Luego narró cómo ella,
Lucía, le había “jugado sucio” y le
había atravesado un hijo bastardo en medio
de los otros, y que por eso la había “castigado” en
forma cruel. Me dijo que
había criado a ese niño como
su propio hijo para no pasar por “cabrón” si lo
repudiaba. Cuando yo esperé que
contara que la había repudiado por adúltera, en el
máximo paroxismo de su
macabro relato, y cual si adivinara mi curiosisdad me dijo: — Espérese Marthica,
más adelante va a
sabelo too. — Y continuó:
—Tenga calma.
Contó con gran
protagonismo que cuando esto sucedió, Lucía dio a luz en
un tiempo
que no correspondía a su
machistas cálculos de caballo padrón, pues
según decía, no había tenido relaciones
sexuales con ella por
mucho tiempo dado que por aquellos días
andaba enamoriscado de otra hembra en un villorrio cercano a su pueblo
de San Bernardo
en donde
había vivido
antes. Narró
que
un buen día
estando en una
fonda de la villa tomando aguardiente con otros amigos, unos
niños se le
habían acercado y que uno de ellos había ido directamente
a sentarse en su
regazo y era según él, “poque la sangue tia”
(porque la sangre tira o llama),
queriendo dar a entender que aquel pequeñuelo aún sin
saberlo, llevaba su
sangre.
Contaba con estudiada
frialdad, que también había criado a Antonio el hijo
bastardo, como a su propio
hijo y que era irónico ver cómo ahora cuando los
años habían pasado, éste era
más noble con él, que los propios hijos; y
sostenía que lo había levantado
también para así tener la oportunidad de
“castigar” a la ingrata Lucía a través
de los años, ya que según su criterio “Yo soy muy
macho pa que una hemba me
engañe.”
Aquel día cuando había
hablado lo suficientemente crudo delante de mis hijas, concluyó
con aire de
consideración: “…y no igo más, por respeto a
estas ñiñas.”
Ya para despedirme pues
el tiempo de que disponía ante mi inminente viaje se me
hacía corto, me dijo:
“Espee Mathica, y le contaé cómo castigué a
mi mujé: Pues una noche me apaecí a
la casa con la mujé que me gustaba, aquella Rosita, la de Pueblo
Nuevo, la que
despetaba la pasión en todos los hombres de su entono, y le dije
a Lucía: Esta
mujé es mi amiga y va a rentá un cuato aquí en mi
casa.” .
Y continuó: —Pero po la
noche cuando Lucía se apestaba a hacer el amo conmigo,
llamé a Rosita y le
dije: Usté se acueta aquí conmigo. Cuando Lucía
se mostó esquiva y alamada, le dije: Usté me puso
los cachos, me metió
gato por liebe con un hijo bastado; así que de ahora en adelante
usted
compartiá mi lecho con esta mujé. Usted ha obado como
una postituta, y como
a una postituta la voy a tatar.”
Relató macabramente, que
así, en medio de Rosita y de
Lucía, les
había hecho el amor hasta el amanecer, cuando ya esta
última, finalmente, había
resuelto permanecer a su lado tras de un intento de fuga que
tuvo, aún a sabiendas de que
él podría ser capaz de
matarla -como se lo había pronosticado-, si desertaba de aquel
“lecho de
infamia”.
Contó en tono de triunfo,
que Lucía le había llorado suplicando perdón; que
se había mostrado dolida y
humillada, pero que al fin de cuentas había optado por quedarse
a vivir allí,
ya que no creía poder subsistir sin su ayuda porque tenía
un cuadro de nueve
hijos, de los cuales ocho eran de él.
Años después estando yo
residiendo en este país, supe que habiéndose sentido muy
ofendida en su amor
propio e inaguantablemente maltratada por Rosendo, y
con este dolor
aunado a la verguenza del secreto de su aventura que a nadie
dejaba
saber, Lucía había llegado al borde de la
desesperación; que al poco tiempo la
pesadumbre y la depresión, habían hecho presa de ella y
que había muerto de lo
que por entonces era llamada “pena moral”. Supe
también, que en sus momentos de
agonía y aún resentida, en su último
anhélito de vida y con un dejo de pesar y
de premonición le había dicho sentenciosa: “Yo te
llevo Rosendo, yo te llevo…”;
y que a la semana siguiente Rosendo había fallecido
víctima de una pulmonía
fulminante.
Lo más irónico fue que
por deseo de sus hijos, Rosendo Rosales “el castigador”,
había sido enterrado
al lado de Lucía…
* Del libro
“La dama de honor y otros cuentos”
. 2014 Ed. René Mario.